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50 años 50 de la partida del Pasmo de Triana


Se cumplen cinco décadas de la muerte del andaluz revolucionario que cambió para siempre el arte del toreo.

El 8 de abril de 1962 Juan Bautista de la Santísima Trinidad Belmonte y García, también conocido como el Pasmo de Triana, se quitó la vida con un revólver en su finca de Utrera. Tenía 69 años de edad y 34 de haberse retirado de los ruedos.

¿Por qué se suicidó Juan Belmonte? Hay varias hipótesis sobre las razones que lo llevaron a esa drástica decisión. Hay quien dice que se debió a su depresión por no haber cumplido su sueño de haber muerto en los ruedos como Joselito, algo poco probable al haber esperado 34 años de retiro para tomar la decisión. Otros sugieren que siguió el ejemplo de su amigo Ernest Hemingway, quien se había suicidado un año antes (se dice que cuando se enteró de su muerte murmuró “bien hecho”). Existen otras versiones que señalan que se debió a desamores colombianos, o bien a ciertas trágicas noticias sobre una enfermedad incurable que padecía. Probablemente ninguna de estas razones sea la verdadera, o tal vez sea una combinación de todas ellas.

A su muerte, el poeta Manuel Benítez Carrasco le dedicó un poema de nombre El Último Encierro, que dice en un fragmento:

Cómo pudo, cómo pudo
con un torero tan grande
un torillo tan menudo.
Los pitones van torcidos,
el plomo marcha derecho;
aquellos te hirieron tanto,
éste, una vez, y estás muerto.

Así es. Los toros lo cornearon en muchísimas ocasiones y no lograron matarlo; tuvo que ser el torillo menudo del plomo quien acabara con su vida.

Por su manera de torear, el legendario Guerrita decía que había que darse prisa para verlo torear, pues aseguraba que pronto lo mataría un toro. Por su parte, el escritor Ramón María del Valle-Inclán le dijo en alguna ocasión que solo le faltaría morir en el ruedo, a lo que contestó “se hará lo que se pueda”.

Más allá de las anécdotas, lo cierto es que Juan Belmonte encabezó una evolución necesaria en el toreo de a pie, la que terminó de convertirlo definitiva e indiscutiblemente en arte. Actualmente no entendemos el toreo sin la quietud y el temple ante el toro; sin embargo, antes de Belmonte esos conceptos no formaban parte de la tauromaquia. Juan Belmonte es al toreo lo que Bach lo es a la música. Es cierto, antes de Bach existía la música y antes de Belmonte existía el toreo, pero en ambos casos estos personajes marcaron un antes y un después.

El hijo del quincallero tuvo una historia muy distinta en muchos aspectos a la de su más acérrimo adversario profesional y amigo, el gran Joselito, que tuvo una meteórica carrera en la que demostró desde muy joven su maestría y excepcionales dotes. No, la historia de Juan Belmonte fue más al estilo de los grandes genios del arte, en la que pasan por épocas grises y obscuras a lo largo de su vida, de derrotas y fracasos, pero que al final la historia los pone en el lugar que merecen. Belmonte no fue un dotado de capacidades físicas extraordinarias, sino todo lo contrario (al parecer tenía algún tipo de limitación física en sus piernas), por ello no era un torero prometedor en sus inicios. Incluso se habla de una anécdota que describe su concepción revolucionaria, en la que le preguntan cómo es posible que pueda torear, si apenas puede correr, a lo que contesta: “yo creí que el que tenía que correr era el toro”. Efectivamente, la quietud se introduce al toreo con Belmonte.

Juzgado en su tiempo por muchos que no entendían la evolución que Belmonte estaba haciendo del arte de torear (incluso al principio ni él mismo la entendía), los espectadores más superficiales lo criticaban, pues para ellos su tauromaquia carecía de emoción, pero en otros aficionados iba creciendo la estimación por su arte. La verdad es que estaba cuajando una verdadera revolución en el arte de los toros, un toreo más inteligente y lógico: un toreo artístico.

Para Belmonte el estilo en el toreo fue lo principal, sino es que lo único. Muchos de los aspectos que la mayoría de los aficionados actuales apreciamos y disfrutamos en una lidia iniciaron con Belmonte, justamente con su estilo. Paradójicamente, lo que en su momento fue la particular concepción de la tauromaquia de un torero, con el tiempo se convirtió en la pauta a seguir por los toreros posteriores; el estilo de Belmonte dejó de ser su estilo para convertirse en el modelo a seguir al torear.

Al Pasmo de Triana no le hacen un homenaje cada 16 de mayo en Las Ventas como a su rival Joselito, pero no le hace falta; él es homenajeado en todas las plazas del mundo y en cada lidia en la que se para, se tiempla y se manda.

¿Por qué prohibir las corridas de toros?


Surge nuevamente el debate con la prohibición catalana. En nuestro país lo acogió el flamante diputado Christian Vargas (mejor conocido como el Dipuhooligan), que presentó una iniciativa para prohibir los espectáculos taurinos en el Distrito Federal. Vergonzoso actuar del diputado Vargas, que se arrepintió y decidió retirar dicha iniciativa. Ni cómo ayudarle, mal quedó con taurinos y antitaurinos.

Pero pongámonos serios y elevemos un poco el nivel de la discusión. ¿Cuál es el verdadero debate en torno a la tauromaquia? ¿Por qué, según los antitaurinos, se deberían prohibir las corridas de toros?

Los taurinos (llamemos así a las personas que están a favor de las corridas de toros) expresan varios argumentos a favor de la fiesta, algunos de ellos son la creación artística, el beneficio ecológico que representa su existencia, la envidiable vida que llevan los toros antes de entrar al ruedo, o los valores culturales que encierra. Para los antitaurinos (llamemos así a las personas que están en contra de las corridas de toros) nada de lo anterior existe o es justificable, y contraatacan con otras argumentaciones: la violación a los derechos de los animales, la crueldad que encierra una lidia, el placer del espectador taurino con el dolor o la tortura del toro, entre otros.

Más allá de los argumentos a favor o en contra, ¿cuál es la razón que realmente justificaría la prohibición de las corridas de toros? Parece que a fin de cuentas la mayoría de los argumentos antitaurinos más o menos razonados llegan a una misma conclusión de fondo: las corridas de toros son moralmente malas, ya que violan principios éticos universales. Como consecuencia de ello, es necesario que el Estado imponga una limitación a las libertades de los individuos mediante su prohibición. No es poca cosa.

¿Por qué los antitaurinos llegan a esta conclusión? Y sobre todo, ¿realmente las corridas de toros son moralmente malas?

Como el filósofo francés Francis Wolff lo expone en su libro 50 razones para defender la corrida de toros (Almuzara, 2011), en muchas ocasiones los antitaurinos no saben bien lo que condenan: el acto de matar a un animal, el hecho de matarlo por algo diferente de comérselo, o bien el hecho de matarlo en público.

Las buenas conciencias antitaurinas afirman que los toros son un espectáculo bárbaro y arcaico que  atenta contra los derechos de los animales. Alegan, según ellos muy modernos, que por fin (después de siglos de oscurantismo) la sociedad moderna se preocupa por los animales, y concluyen que éstos tienen derechos que se les tienen que respetar.

Conviene señalar que las discusiones éticas en torno al tratamiento de los animales existen desde la Edad Media, es decir, de modernas no tienen nada. Por otro lado, en su afán de proteger a los animales, los animalistas se vuelven paradójicamente más exigentes con ellos: no entienden que los humanos somos quienes tenemos deberes con los animales, no ellos hacia nosotros. Como señala Fernando Savater (Tauroética, Turpial, 2010), en las relaciones entre los hombres y los animales no hay un contrato, sino un trato. Los animales no pueden tener derechos, entre muchas otras cosas, porque no pueden tener obligaciones ni responsabilidades. Si los animales tuvieran obligaciones se les tendría que exigir su cumplimiento (como sucede con nosotros), pero ¿quién actualmente en su sano juicio se atrevería a someter a un tribunal a un animal por sus acciones? ¿Por qué los animalistas se empeñan en imponer a los animales obligaciones y responsabilidades que naturalmente les es imposible cumplir?

Ahora bien, que los animales no tengan derechos no quiere decir que los humanos no tengamos deberes para con ellos. Es totalmente condenable la crueldad hacia los animales. Incluso se afirma que el hombre que se complace con el sufrimiento animal renuncia a su propio perfeccionamiento moral. Sin embargo, los deberes a los animales no pueden confundirse o equipararse a los deberes universales que tenemos para nuestros semejantes. Los animales deben tratarse según su naturaleza, así como un cerdo es criado para ser sacrificado y comido, y un caballo es criado para transportarnos, los toros de lidia son criados justamente para ello, para ser lidiados.

Aquí van los otros argumentos. Dirán algunos antitaurinos que los animales podrán no tener derechos, pero en todo caso no se justifica criar animales solamente para ser lidiados (algo así como matar por diversión dicen ellos), ya que en las corridas se trata con crueldad a los animales y eso es condenable, además, por si eso fuera poco, los matadores y espectadores de las corridas de toros se complacen con el dolor animal. Falso.

Los antitaurinos tienden a utilizar términos incorrectos y a confundirse con éstos. Las corridas de toros no son crueles en sentido estricto. La primera acepción de la palabra cruel en el Diccionario de la Real Academia Española es un adjetivo para definir a aquel que se deleita en hacer sufrir o se complace en los padecimientos ajenos. No conozco un solo taurino que acuda a la plaza a deleitarse o a complacerse del sufrimiento del toro. Nuevamente seamos serios y hagamos un mínimo esfuerzo intelectual: si lo anterior fuera cierto, los rastros y mataderos de reses y cerdos serían más grandes que la Plaza México, ahí sí que son asesinados brutalmente después de llevar una vida absolutamente miserable. ¿Qué necesidad tendríamos de ver el rito taurino con todas sus formas y reglas, y esperar más de dos horas para que mueran solamente 6 toros, si lo que realmente importa es ver cómo sufren? ¿Para qué matar al toro con un estoque (espada) cuando se podría colgar al animal y desollarlo vivo, como sucede en los rastros? Los toros son un espectáculo crudo, eso es innegable, pero jamás cruel.

Otro ejemplo de terminología equivocada que utilizan los antitaurinos es la supuesta tortura que se causa al toro en una lidia. Nuevamente en palabras de Francis Wolff, torturar implica que se haga sobre un ser sin posibilidad de defenderse y sin que el torturador asuma el más mínimo riesgo. Justamente lo contrario de los toros. Por un lado, un toro no debe morir sin haber podido expresar sus facultades ofensivas o defensivas, por el otro, el torero no puede dar muerte al toro sin jugarse la vida.

Las posturas animalistas, muy propias de nuestros tiempos, tienen un gran problema: tratan de equiparar a los animales con los humanos, o incluso peor, los divinizan. El síndrome Disney permea a la sociedad moderna. Como reflexiona Savater, cada vez nos alejamos más de los animales y los idealizamos más. Antes, el trato entre humanos y animales tenía una brutal familiaridad, los lobos y osos eran alimañas que amenazaban el ganado, no especies que se deben conservar como lo son para quienes nunca han visto un rebaño más que en forma de chuletas. Los animales ganan en veneración respetuosa lo que pierden en presencia efectiva de la cotidianidad, como los dioses celestiales (o El Rey León, o Dumbo o Bambi).

Resulta curioso cómo los antiguos griegos desarrollaron el estudio de la ética (vigente hasta nuestros días) en el plano del comportamiento entre los humanos, mismo que era distinto de la relación con los dioses y con las bestias. Para ellos los bárbaros eran, precisamente, quienes trataban a los hombres como si fueran animales, es decir, los que no distinguían debidamente entre humanos y bestias (¿animalistas?).

Entonces, ¿qué hace que las corridas de toros sean inmorales? O más bien, en este punto la pregunta es ¿realmente son inmorales? Para Francis Wolff la discusión sobre la prohibición de las corridas de toros no es una cuestión de moral, sino de sensibilidades. Es totalmente respetable que una persona no pueda ver morir un toro en la plaza, y por tanto tiene todo el derecho de no acudir a una corrida de toros, pero ello no implica en modo alguno que por las sensibilidades de algunos, se tengan que restringir las libertades de todos.

Como se dice en el argot jurídico, aún en el supuesto sin conceder de que las corridas de toros no encerraran profundos valores artísticos y culturales, ni constituyeran un verdadero beneficio ecológico (un verdadero ecologista, a diferencia de un animalista, defiende la biodiversidad y lucha contra la desaparición de las especies), ¿por qué se deberían prohibir las corridas de toros?  Para ser honesto, no encuentro un argumento válido que justificara su prohibición. Sin ser un entendido en filosofía moral, no encuentro una sola razón por la que sea un acto de maldad celebrar o acudir a una corrida de toros. Por el contrario, considero que prohibir las corridas de toros sería un atentado contra la libertad de las personas, la cultura y la ecología (aunque de éstos dos últimos temas no hablaremos aquí por razón de espacio).

Como señalamos al principio, tal vez el único argumento que podría, y repito, podría de alguna manera justificar la prohibición de las corridas de toros, y por tanto imponer una restricción a nuestras libertades, es que éstas fueran moralmente malas. Pero no lo son. Ni los espectadores taurinos somos malos por acudir a una corrida de toros. Al menos somos mucho menos malos que aquellas pulcras conciencias que desean que el toro mate al torero y que se regodean y alegran cuando se enteran que un torero fue gravemente herido por un toro (curiosamente, ellos sí disfrutan del sufrimiento, y no animal, sino humano).

En tanto no restrinjan nuestras libertades (ése sí un acto más condenable desde el punto de vista moral), seguiré acudiendo a las corridas de toros con mi conciencia tranquila y disfrutando de esa maravillosa fiesta. Por otro lado, espero que los antitaurinos, con su peculiar escala de valores, dejen de complacerse y disfrutar (ellos sí) con el dolor y sufrimiento humano. Ésa sí es una cuestión de moral, no de sensibilidades.